La inevitable nostalgia del tiempo me irrita siempre el domingo en sus últimas horas. Acepto bajo protesta el deber laboral pero me resisto a él a través del desvelo. Es por eso que llego a los lunes cansado. Gran parte, reconozco, es a causa de los excesos a los que feliz me abandono el fin de semana y que cobran venganza a la mañana siguiente. Hinchado e indigesto no concilio el sueño fácilmente. Mi malestar inducido es tal vez una forma de protesta.
Las veces que aplazo la alarma son las mismas que considerado faltar al trabajo. Hay veces que lo hago pero la mayoría me levanto resignado hacia la ducha caliente que no hace más que aflojarme. Cualquier trapo es bueno para la condición en que me encuentro. Agarro la mochila y repaso: cartera, llaves, celular y lentes. Casi despierto salgo a enfrentar el destino.
Según mi percepción, el tránsito se ha vuelto más pesado. Todo por los niños. En tres de cada cinco medallones las josefas y benitos van en el mismo estado que yo. Lo sé porque, al mirarnos ventana con ventana nos sabemos víctimas del mismo pesar. Un semáforo tras otro no hay escapatoria a la corriente. Los viejos atajos fueron descubiertos. El trayecto que hacía en cuarenta minutos ahora lo hago en hora y cinco más una buena dosis de estrés. Si todo marcha normal y paso la esquina que marqué a las 8:15, es casi seguro que llegue a tiempo.
Suponiendo que chequé sin apuros, cuando me siento en la silla de mi escritorio ya me encuentro exhausto. Los lunes en la oficina pueden considerarse como una prueba irrefutable y sensible de la relatividad del espacio-tiempo. Comparados con los entusiastas y grasosos viernes, el inicio de la semana sabe más bien a chayote hervido. Cada quien trabaja en su escritorio mientras reflexiona, cabecea o divaga siempre cuidadoso de no molestar al prójimo. Las tribus se juntan por lo regular del martes en adelante. Incluso los enemigos declarados reconocen una tregua silenciosa. Solo se escuchan los tacs de las teclas y el clic del ratón.
El área más concurrida del sitio se vuelve sin duda el retrete. La venganza de Moctezuma retorna con su fétido concierto. Hay que aprender a calcular el momento del día en que el campo es propicio. Si no, solo queda aguantar la respiración. De vuelta a los papeles, los otros papeles, son siempre lo mismo. Números y números por registrar, capturar, conciliar, liquidar, firmar y entregar. Todo en el ciclo eterno de la cómoda burocracia. Tan plácida como inhumana. La nota que cambia el día es siempre ajena al laburo, un buen chisme, un mensaje amoroso, una nueva canción, una prohibida pasión de oficina. El vértigo que siento no lo pone entonces el ritmo de las cosas sino la cantidad y su repetición. Siempre iguales. La misma plática, la misma gente, la misma radio. La última sonrisa forzada a la que me siento obligado es cuando checo la salida y me despido de quien me cruce.
El tráfico nocturno es peor que en la mañana. Se suma el cansancio, el sudor y la ciática. Solo quiero llegar a casa. El chicote del carro ya está dando de si porque no entra la primera como antes, pero mi pierna también se ha desgastado por tanto enclochar haciendo más corto el talle de mi lado izquierdo. Al estacionarme resoplo cansado por el desgaste. Solo falta subir unos pisos y al fin me podré aplastar.
Por si algo faltara, otra vez no hay internet en mi casa. Falla cuatro veces por semana y creo que ya lo acepté como normal. Solo quería ver algo para mí y también me fue negado. Maldiciendo me inclino al mueble de las películas para tomar cualquiera de los discos. Enciendo el DVD y no hallo el control de dicha antigüedad. Por suerte trae botones aún. Expulso la charola y sale con una lentitud impropia de estos tiempos. Completo el ritual y me siento en el sillón. Pasado mi enojo, descubro que el tiempo ha cambiado. Siento la intimidad de este secreto. No hay red, no hay prisa. No existe lo infinito del mercado. Solo el discurso de la historia entre Brando, Coppola, y yo.