1 de Julio de 2018 será una fecha de referencia importante para la historia venidera de nuestro país. Lo que parecía imposible, la llegada de la izquierda al poder presidencial, sucedió por fin, y por vía electoral, es decir, por medio de las instituciones establecidas, con sus reglas y a pesar de las mismas. Después de los análisis posteriores al fraude electoral del 2006, quedó en el imaginario colectivo que sólo una avalancha de votos, una diferencia enorme harían imposible activar los mecanismos del fraude institucionalizado ejercido desde la partidocracia del PRI y el PAN (sin mencionar el conjunto de satélites). Esa avalancha que se antojaba imposible ocurrió en este 2018.
No obstante, este triunfo es apenas el comienzo de la transformación. Los adversarios tradicionales han sido vencidos pero ceden su lugar a nuevos retos. México hereda una economía instalada bajo la doctrina del Consenso de Washington, y como se sabe por experiencias mundiales, la doctrina del neoliberalismo (apuntalada por el Fondo Monetario Internacional, pero interiorizada en la subjetividad de las instituciones del Estado moderno capitalista) sólo puede ser sostenida por la fuerza, es decir, mediante un autoritarismo que se viste de institucional para llevar a cabo los saqueos más salvajes sobre la vida natural y humana. La partidocracia mexicana es un ejemplo de esta violencia que se normalizó en México desde 1982 con la célebre firma de la carta de intención de austeridad con el FMI (para que el lector pueda darse cuenta del tipo de hostilidad que presupone seguir estos dictados sírvase leer el caso griego en 2009) y que se ha desarrollado bajo reformas constitucionales que han privatizado de facto sectores estratégicos como es el caso de la energía.
La institucionalización de este autoritarismo es el que hasta ahora han defendido los partidos políticos en nuestro país. Toda reforma constitucional que abra indiscriminadamente los mercados es bienvenida, mientras que otros signos son expresión de peligro e incertidumbre. El ocultamiento ha sido la mejor manera de sortear mediáticamente el proceso, se habla de una economía ideal, llena de palabras hueras y sin sentido histórico, deseos vacíos de que algún día llegaremos al paraíso prometido, como si de un sacrificio natural se tratara: nada se puede hacer; sólo que en esta ocasión el verdugo no es la cantaleta catolicista del castigo divino, sino la economicista, es decir, la del castigo de la racionalidad económica del mercado.
Conforme nos vamos alejando del 1 de Julio, nuevos temas van a arribar a las corrientes de información. Es bueno tener cautela sobre la victoria electoral, pero también es bueno que tomemos en serio y a profundidad que la partidocracia como la conocíamos recibió un duro golpe. Atolondrados por la avalancha de votos en su contra, se intentan reagrupar bajo su última trinchera: la guerra sucia, el engaño y el prejuicio. El triunfo electoral –y aquí coincido con las tesis del EZLN– no es suficiente para albergar todo el universo de cambio y transformación por venir, por lo que ahora es necesario conquistar una nueva trinchera: la de la subjetividad producida por este sistema político herido de muerte. El combate necesario para profundizar en la transformación habrá de pasar por la comunicación pública, una democratización de la información que permita a la mayoría de los mexicanos valorar los cambios y plantear las nuevas tareas políticas. En suma, la labor de la nueva oposición tendrá que dar un paso adelante para plantear las nuevas contradicciones en los nuevos criterios para dirigir la economía del país, para ello es necesario que se analicen y hagan explícitas la ideología que sostuvieron el plan económico de la partidocracia para poder distinguirse de las mismas. Junto con ello habrá que impulsar una nueva visión colectiva para construir una nueva subjetividad entre la población. En todo cambio histórico siempre existe el peligro de los retrocesos, por lo que no hay que insistir en que las urnas no pueden albergar todo lo nuevo, es momento de plantear una nueva forma de organización popular para la elección de los caminos que compartimos con cientos de culturas dentro de este México multinacional.
El reciente tema del Fideicomiso 19S es un excelente espejo de la subjetividad construida por el antiguo régimen. La guerra mediática que busca equiparar a este movimiento como uno más de las versiones conocidas – sino es que una todavía peor– desnuda la subjetividad dominante: bajo los ánimos de revanchismo y de odio fundados por el insigne “López Obrador es un peligro para México” descubren el agua hervida, comienzan a percatarse que la normalidad institucional construida está plagada de caminos hacia la corrupción. Los fideicomisos privados han sido utilizados para la opacidad en este país, sin duda, pero el tema sólo ha surgido entre los restos de la partidocracia cuando MORENA está involucrado (no obstante que no exista ninguna prueba y que, al contrario, exista toda la documentación de entrega de los recursos); otro ejemplo: la sobre representación en la cámara de diputados que alcanzó gracias al sistema vigente también surge como una nueva preocupación por los contrapesos democráticos, pero este jamás fue tema público cuando el PRI era el beneficiario.
Y así, los nuevos tiempos irán poniendo temas que hasta ahora eran inconcebibles bajo el antiguo régimen, salvo, por supuesto, en boca de medios independientes y periodistas que sufrieron en carne propia la violencia a su libertad de expresión. La inversión llega aún más allá, antes del 1 de Julio hubo consenso sobre los excesos presupuestales de los partidos políticos, de hecho, el Fideicomiso 19S produjo en la etapa pre-electoral que la partidocracia tuviera que salir a declarar que ellos mismos también harían donaciones a los damnificados. El Fideicomiso 19S fue una presión moral para los actores políticos para activar mecanismos serios de transferencias de recursos y no sólo buenos deseos de recuperación. Hoy que MORENA ha anunciado que no recibirá las prerrogativas tan excesivas que le corresponden por ley (y por su nueva fuerza de representación), no hay ningún reconocimiento por los que ahora vociferan sobre el Fideicomiso 19S, antes bien sólo les alcanza a observar el fenómeno como la prueba final de que las viejas prácticas de corrupción no han sido extinguidas. Reducir lo nuevo a lo viejo es una práctica común en los momentos de transición. Es una fuerza de conservación (por eso es que les llaman conservadores) que se sentiría más cómoda con los viejos problemas. Esto es, sin duda, no la oposición –esa está por construirse- sino la pura y miserable reacción.